En Pontevedra, donde las casas tienen ese encanto gallego que mezcla piedra con modernidad y el clima te pone a prueba a diario, los portales de garaje en Pontevedra están ganando terreno entre los propietarios que quieren un acceso que sea seguro como un bunker y bonito como una obra de arte. Mi última aventura con uno empezó cuando me harté de abrir la cochera a mano bajo la lluvia, empapándome como un pollo mientras el mando del coche viejo se reía de mí desde el salpicadero; ahora, con un portal automático, entro seco y con una sonrisa de ganador. Estos sistemas no son solo un capricho para presumir ante los vecinos; son una inversión que te da paz mental y le pone un lazo a la fachada como si fuera un regalo envuelto con gusto, y en esta ciudad, donde la estética importa tanto como la funcionalidad, eso es un punto gordo a favor.
Los materiales son lo primero que me llamó la atención, porque aquí no vale cualquier cosa si quieres que aguante el salitre y las tormentas que nos regala el Atlántico. Mi portal es de aluminio lacado, que suena fancy pero en realidad es un campeón contra el óxido y la humedad; lo elegí en gris oscuro para que pegara con las ventanas de casa, y el instalador me dijo que con un mantenimiento básico me dura más que mi hipoteca. Mi amigo Xoan, que vive cerca del río Lérez, se fue por el acero galvanizado, un material que parece sacado de una nave industrial pero que en su garaje queda elegante y robusto, como si fuera el guardaespaldas de su coche. Hay opciones en madera tratada para los que quieren ese rollo rústico, como mi vecina Carmen, que tiene uno que parece sacado de una casa de campo pero con un motor que lo hace abrirse como por arte de magia; cada material tiene su personalidad, y en Pontevedra puedes jugar con eso para que tu entrada hable de ti.
El mantenimiento es más fácil de lo que esperaba, aunque al principio me imaginaba a mí mismo con un mono de mecánico y una caja de herramientas sudando la gota gorda. Mi instalador me explicó que basta con engrasar las guías cada seis meses con un lubricante decente para que el mecanismo no chirríe como una puerta de película de terror, y de vez en cuando pasar un paño húmedo por el portal para quitarle el polvo o las marcas de lluvia; lo hice el otro día mientras escuchaba la radio y no me llevó ni media hora. Los motores, que suelen ser eléctricos y silenciosos como un susurro, solo piden una revisión anual si no quieres que te dejen tirado, y mi cuñado, que es un manitas, me enseñó a revisar los sensores de seguridad para que no fallen y acaben pillando el parachoques del coche por sorpresa. Es un cuidado mínimo para algo que te hace la vida tan cómoda.
Las ventajas de un portal automático van más allá de no mojarte los calcetines, y en Pontevedra, donde la seguridad es un tema que no pasamos por alto, eso pesa mucho. Mi sistema tiene un código que cambio cada tanto, porque soy un poco paranoico con los ladrones, y un sensor que para el cierre si detecta algo en medio, algo que agradecí cuando mi perro decidió cruzarse en el peor momento y salió ileso. Además, le da un toque de clase a la casa; mi suegra, que es de las que critican todo, dijo que parecía una mansión moderna cuando vio el portal abrirse solo, y eso que ella no se impresiona fácil. Puedes personalizarlo con colores, acabados o incluso luces LED, como hizo mi colega Raúl, que tiene uno que parece la entrada a un club nocturno pero en versión cochera.
Cada vez que pulso el mando y veo mi portal deslizarse sin esfuerzo, pienso en lo bien que encaja esta idea en Pontevedra. Entre los materiales que resisten el tiempo, el mantenimiento que no te esclaviza y esas ventajas que mezclan lo práctico con lo bonito, es como tener un mayordomo invisible que cuida de tu casa y tu coche. Es un detalle que suma, y en esta ciudad, donde el estilo y la seguridad van de la mano, no se me ocurre mejor manera de darle la bienvenida al hogar.