No hay desarrollo humano sin sociedad, sin la convivencia de pueblos y naciones. Debido al carácter gregario de los seres humanos, estos necesitan interactuar, colaborar y protegerse entre sí. De lo contrario, la supervivencia difícilmente estaría garantizada. En primer lugar, la sociedad proporciona seguridad a sus integrantes.
La convivencia entre múltiples familias y grupos humanos ha repercutido históricamente en su mayor bienestar y seguridad. Las primeras civilizaciones (Uruk en Mesopotamia, Luxor en Egipto, etcétera) no habrían progresado tanto sin la capacidad para convivir y avanzar como sociedad. De ahí la necesidad de autorregularse mediante leyes, como demuestra el famoso Código de Hammurabi de Babilonia.
Con el aumento del núcleo de población y el desarrollo del comercio y el transporte, surge un beneficio de importancia: el intercambio de ideas y culturas, clave en el desarrollo de la ciencia, el arte y otras disciplinas. Este enriquecimiento explica por qué tantas ‘capitales’ culturales de la Antigüedad —Alejandría, sin ir más lejos— fueron a su vez ciudades portuarias.
Aunque no solo de pan vive el hombre, no hay bienestar social sin desarrollo económico. Para el logro de este último, la cooperación y división del trabajo es primordial, realidad que comprendían los núcleos humanos primitivos, donde cada miembro del grupo se ocupaba de una actividad concreta (recolección, caza, elaboración de herramientas y armas), lo que darían paso a la especialización en época moderna.
Aunque la sociedad en sí es positiva, sus efectos no siempre lo son, como evidencia el deterioro del medio ambiente que sigue a un asentimiento humano. No obstante, algunos de sus impactos perjudiciales son equivocados. El surgimiento de la guerra, por ejemplo, no es resultado del crecimiento de las sociedades, sino de la lucha por los recursos que afecta a todas las especies, existente a pequeña y gran escala.