Cansado de no aclararme por teléfono, me presente en la única oficina de mi banco en todo el barrio (y es un barrio en el que viven 40.000 personas). La oficina en cuestión está a unos 20 minutos de mi casa y en las mañanas de agosto pega el sol en la puerta que es un dolor. Cuando agarré el pasamano de la misma ardía a tal nivel que pensé en acudir directamente al hospital, pero preferí dejarlo para después porque suponía que mi visita al banco sería corta. Estaba equivocado.
Había una cola de espanto, algo poco habitual teniendo en cuenta la época del año, pero es que solo había una persona en vez de las tres habituales. Cuando llegó mi turno casi media hora después, la chica no estaba muy por la labor de atenderme. Me dijo que para cambiar la clave era mejor hacerlo por teléfono, a lo cual le repliqué que esa alternativa ya había sido intentada y que por eso estaba allí.
Fue un quiero y no puedo. Entonces recordé al amigo que me había hablado de mejores bancos para domiciliar la nomina, que no sabía por qué yo seguía fiel a mi entidad cuando ya había demostrado por activa y pasiva que no tenían mucho empeño en mantenerme como cliente. Así, mientras la chica hablaba echando balones fuera, yo dejé de escuchar mientras miraba como mi mano recuperaba su tono normal tras la quemadura de la puerta. “Nada, déjelo, no necesito ninguna clave”. La empleada del banco no tardó ni medio segundo en decir: “siguiente”.
Llamé a mi amigo según salía del banco para que recuperara aquella información. Necesitaba de su experiencia para cambiarme de banco: necesitaba una entidad con un poco más de entusiasmo por el cliente y que, a poder ser, no cobrara comisiones hasta por quemarse con el pasamano de la puerta de la oficina.
En la lista de mejores bancos para domiciliar la nomina, decidí apostar por el mismo que mi amigo, que no tenía ninguna queja y, de momento, todo me va bien. Además, la puerta de su oficina en mi barrio da al norte.