Las cosas han cambiado en el pueblo desde que yo iba allí a veranear, pero mucho menos que en la ciudad. Parece que los pueblos viven con otro ritmo, mucho más parsimonioso. Cuando vuelvo por allí suelo pararme a echar un vistazo por las calles, a ver si ha aparecido algún negocio nuevo o alguno ha cerrado. Y me llama la atención que la mayoría de las tiendas siguen siendo las mismas que hace tantos años, cuando yo era niño, como si el tiempo no hubiera pasado apenas.
La que más me llama la atención es el quiosco de la plaza, el centro de operaciones de nuestra infancia. Para nosotros era como un paraíso donde encontrar todo lo que nos gustaba. En mi época lo llevaba una chica joven que al parecer lo había heredado del padre. Ahora esa chica joven es un poco más mayor, pero ahí sigue haciendo feliz a las nuevas generaciones. El local sigue siendo prácticamente el mismo, con su gran cristalera donde se podían distinguir a lo lejos las chucherías y los Estores para escaparates y mamparas de protección baratos que colocaba cuando pegaba el sol al atardecer.
Como la cristalera tenía una repisa, recuerdo que nos sentábamos allí a comer gominolas o sorber los flashes mientras intercambiamos cromos. A pesar de los móviles, la tecnología y demás, esto no ha cambiado, los niños todavía intercambian cromos a la entrada del quiosco. De hecho, la última vez que fui llevé a mi propio hijo y le conté toda la historia del quiosco. Al principio no pareció muy interesado, pero le dije que en la ciudad ya no quedaban sitios así. Y se animó a entrar conmigo.
Y se le iluminó la cara tal y como me pasaba a mí por aquella época. Vio tantas chuches que no puedo reprimir el deseo y me miró como diciendo, ¿puedo comprar algo? Y allí nos quedamos después, bajo los Estores para escaparates y mamparas de protección baratos, apoyados en la repisa, comiendo chuches mientras otros niños intercambiaban cromos como si el tiempo no hubiera pasado.