Recuerdo claramente la primera vez que llegué a Vigo. Me acababa de mudar desde una pequeña ciudad, con el sueño de empezar una nueva vida en esta vibrante ciudad gallega. Con mi maleta en una mano y una mochila en la otra, descendí del autobús lleno de entusiasmo pero sin ningún plan concreto. No tenía idea de que en solo cuatro días, terminaría trabajando en un restaurante gallego en Vigo, un giro inesperado que comenzó con un simple paseo por el centro.
Después de instalarme en el pequeño apartamento que había alquilado, decidí salir a explorar la ciudad. Las calles de Vigo estaban llenas de vida, con el bullicio de los mercados y el aroma de la comida flotando en el aire. Mientras deambulaba, mi estómago empezó a recordarme que no había comido desde temprano en la mañana. Tropecé con un pintoresco restaurante gallego en Vigo, que parecía sacado de una postal. Con una fachada de piedra y un letrero de madera que anunciaba «O Recuncho Galego», el lugar parecía el sitio perfecto para probar mi primera comida gallega.
Entré en el restaurante y me recibió un hombre robusto con una gran sonrisa. «¡Bienvenido, chaval! ¿Qué te traemos hoy?», dijo, con un acento gallego que me hizo sonreír. Decidí dejar que él eligiera por mí, y pronto me encontré frente a un plato de pulpo a la gallega y una copa de albariño. Mientras disfrutaba de la deliciosa comida, observaba el ajetreo en la cocina abierta, fascinado por la coordinación entre los cocineros y el personal.
Justo cuando estaba terminando mi comida, una de las camareras se acercó a mi mesa con aire preocupado. «Perdona que te moleste, pero uno de nuestros camareros ha tenido que irse de repente. ¿Conoces a alguien que podría estar interesado en un trabajo aquí?», preguntó. Me reí para mis adentros, pensando en la ironía. Aquí estaba yo, recién llegado a Vigo, sin empleo y sin planes concretos, cuando de repente me ofrecen un trabajo en un restaurante gallego en Vigo. «Bueno, yo mismo estoy buscando trabajo», respondí con una sonrisa.
La camarera, que luego supe que se llamaba Marta, me miró sorprendida. «¡Perfecto! ¿Te importaría hacer una prueba? Necesitamos a alguien que pueda empezar de inmediato». Decidí aceptar el reto, sintiendo que no tenía nada que perder y mucho que ganar.
Al día siguiente, me presenté temprano en el restaurante, nervioso pero emocionado. Me presentaron a Luis, el dueño, quien me enseñó rápidamente las bases de ser camarero. «Aquí, la clave es la rapidez y la sonrisa. ¡La gente viene a disfrutar y nosotros estamos aquí para hacerlo posible!», dijo mientras me ponía un delantal y me daba una bandeja. Empecé sirviendo bebidas y limpiando mesas, pero rápidamente me di cuenta de que había mucho más que aprender.
El restaurante estaba lleno de clientes que disfrutaban de las especialidades gallegas y de la atmósfera acogedora. A mitad de la tarde, me encontré en medio de una confusión cuando un cliente insistió en que su vino no era albariño sino ribeiro. Sin tener idea de la diferencia, me acerqué tímidamente a Luis para pedir ayuda. Luis soltó una carcajada y me explicó pacientemente cómo distinguir los vinos gallegos, añadiendo un par de anécdotas divertidas sobre su propia experiencia con clientes exigentes.
A lo largo del día, Marta me ayudó a entender los entresijos del servicio en el restaurante. Me enseñó cómo llevar varias bandejas a la vez, cómo pronunciar correctamente los nombres de los platos típicos gallegos y cómo manejar las reservas de los clientes habituales. A pesar de algunos momentos torpes, como cuando derramé un poco de caldo gallego sobre un mantel blanco, empecé a sentirme más seguro en mi nuevo papel.
Para el cuarto día, ya había memorizado el menú y podía manejar la bandeja sin derramar nada. Incluso aprendí a decir «¡Buen provecho!» en gallego, lo que siempre provocaba sonrisas entre los clientes. Mi experiencia en el restaurante gallego en Vigo se convirtió en una serie de momentos divertidos y de aprendizaje, donde cada día traía algo nuevo.
Al final de la semana, Luis me llamó a su oficina. «Eres rápido aprendiendo y tienes buena actitud», me dijo, extendiendo la mano. «Si quieres, el trabajo es tuyo». Acepté la oferta con entusiasmo, sorprendido de lo rápido que mi vida en Vigo había cambiado para mejor.
Trabajar en ese restaurante gallego en Vigo no solo me dio un empleo, sino también una familia improvisada en una nueva ciudad. Cada día era una mezcla de desafíos y risas, y lo más importante, me dio la oportunidad de sumergirme en la cultura y la gastronomía gallega de una manera que nunca había imaginado.