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Mi primera vez en las islas cíes

Recuerdo perfectamente la mañana en que, con una mezcla de nerviosismo y excitación infantil, me dirigí al puerto de Vigo. El sol aún jugaba a esconderse entre las nubes, pero la promesa de un día radiante flotaba en el aire. Había oído hablar de la belleza de este archipiélago, de sus playas de arena blanca y aguas cristalinas, pero nada podía prepararme para lo que mis ojos estaban a punto de presenciar.

El viaje islas cies en barco fue una delicia. La brisa marina acariciaba mi rostro mientras dejábamos atrás la silueta de la ciudad. A medida que nos alejábamos, el horizonte se abría y las islas comenzaban a perfilarse en la distancia como tres joyas esmeralda emergiendo del Atlántico. La expectación crecía con cada milla náutica, y mi cámara ya estaba lista para capturar cada instante.

Al desembarcar en la isla de Monteagudo, sentí como si hubiera cruzado un umbral hacia otro mundo. El silencio era diferente, un silencio lleno de vida, interrumpido solo por el suave murmullo de las olas y el canto de las gaviotas. El aire olía a salitre y a pino, una combinación embriagadora que inmediatamente me conectó con la naturaleza en su estado más puro.

La primera imagen que me robó el aliento fue la de la playa de Rodas. Era aún más impresionante de lo que jamás había imaginado. Un arco de arena fina y blanca, casi irreal, uniendo dos de las islas. El agua, de un color turquesa tan intenso que parecía sacado de una postal, invitaba a sumergirse sin dudarlo. Caminé descalzo por la orilla, sintiendo la arena fría entre los dedos y dejando que las olas acariciaran mis pies. La sensación de paz y libertad era indescriptible.

Exploré los senderos que serpentean entre la vegetación autóctona, maravillándome con las vistas panorámicas que se abrían a cada paso. Desde los acantilados, la inmensidad del océano Atlántico me recordaba lo pequeño que somos ante la fuerza de la naturaleza. Observé las aves marinas planeando en el cielo, sus siluetas recortándose contra el azul intenso. Cada rincón de las Cíes era una sorpresa, un regalo para los sentidos.

Recuerdo detenerme en un mirador, simplemente a contemplar la belleza que me rodeaba. El sol ya brillaba en todo su esplendor, iluminando la arena y haciendo que el agua pareciera aún más transparente. Sentí una profunda conexión con este lugar, una sensación de armonía y bienestar que pocas veces había experimentado.

El tiempo pareció volar. Antes de darme cuenta, el sol comenzaba a descender, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. El regreso en barco fue diferente, cargado de la satisfacción de haber vivido una experiencia inolvidable. Miraba hacia atrás, hacia las islas que se iban alejando en la penumbra, sabiendo que llevaba conmigo un pedazo de ese paraíso.

Mi primer viaje a las Islas Cíes no fue solo una excursión, fue una inmersión en la belleza salvaje y serena de la naturaleza. Fue un despertar de los sentidos, una bocanada de aire fresco para el alma. Y aunque han pasado ya algunos años, la magia de ese día sigue viva en mi memoria, como un tesoro que atesoro con especial cariño. Sin duda, un lugar al que sé que volveré, porque las Cíes dejan una huella imborrable en el corazón de quien las visita.